viernes, 16 de mayo de 2014

Dime si odias.

"Odio: Sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo."

¿Se os ha ocurrido pensar alguna vez en el impacto que producen nuestras palabras al salir disparadas de nuestra boca? ¿El hecho de lanzar al aire algo tan valioso a través de nuestra voz sabiendo que jamás volverá? ¿Se os ha ocurrido imaginar siquiera en el verdadero significado de cada palabra que pronunciáis? Lo dudo mucho. 

Tenemos en nuestro vocabulario de habla diaria palabras o expresiones que empleamos con mucha facilidad, tales como un 'te quiero', un 'lo prometo', un 'odio...' o 'es mi...' que infravaloramos la mayoría de las veces de forma desproporcionada o no somos dignos de pronunciarlas con su verdadero significado. No somos conscientes de que al comprometernos con alguien mediante las palabras estamos creando un vínculo abstracto demasiado frágil como para no tenerlo en mente y tratarlo con la delicadeza que se merece. No somos conscientes de que al decir que algo o alguien es nuestro estamos intentando imponer nuestro ser a la esencia de lo que consideramos nuestra propiedad. Y lo peor de todo, no somos conscientes de lo mucho que explotamos el sentimiento de odio cada vez que decimos que odiamos cualquier nimiedad. Odio que no se empleen las palabras adecuadamente, incluso cuando yo en este mismo instante las estoy malinterpretando también.

¿Alguna vez habéis experimentado el odio de verdad? ¿O el amor? Éstos dos son los polos opuestos. Creo firmemente que hay amor entre dos personas cuando son capaces de vivir separadas pero deciden compartir parte de su tiempo en crear algo agradable entre los dos. También creo que el odio es todo lo contrario al amor: es la necesidad obsesiva de mantener en tu mente la persona, cosa o fenómeno que te corroe por dentro, ya sea por culpa del miedo, de la inseguridad o de la desconfianza. Es la tenia que se alimenta de todo lo que nos rodea, que nos vuelve crueles, imprudentes y nos mata por dentro. Es el actuar sin importar lo que le pase al resto, con el fin de paliar un dolor que no tiene fondo. Odiar es fracasar como persona. Qué triste es decir que odias a un profesor por el simple hecho de que te haya suspendido una asignatura, o que odies a una amigo tuyo porque le contó algo muy importante a otra persona antes que a ti. Qué pena me da la gente que dice que odia su vida cuando se le dificulta el camino o las cosas no salen tal y como había planeado cuando tienen millones de soluciones al respecto. Y qué bonito es que muchos no hayáis odiado de verdad todavía.

Yo soy fracaso. Yo soy decepción. Yo soy el origen del odio que siento. He vivido gracias a la compasión, me he regodeado de la bondad y me he aprovechado vilmente del esfuerzo de otros. He convertido cada acción que intentaba realizar en un tembloroso animal rodeado de fuego y atemorizado al saber que ha llegado su fin. He transformado cada pensamiento positivo, cada planteamiento de superación en un gas nocivo que vaga a sus anchas por mi mente envenenando todos los sueños  a los que alcanzaba mi esperanza. He sucumbido a la rabia y la impotencia al no ver soluciones sobre todas las malas decisiones que he tomado a lo largo de mi vida, y me he acomodado placenteramente en el vórtice de la desesperación llamada dejadez. Mis padres me salvaron para poder vivir y me he respondido a mi mismo de forma negativa. 

Soy el fruto de una acción bien intencionada que ha terminado en fracaso, y por eso me odio.

lunes, 5 de mayo de 2014

Amor a la desobediencia.

Camino hacia ninguna parte, como cada mañana, con la mirada perdida en la lejanía del parque. Escucho el lento y monótono ritmo de mis pasos perdidos. Me canso de andar y me detengo. El mundo sigue dando vueltas en un denso silencio. Miro alrededor y me pregunto dónde he ido a parar esta vez. Encuentro un banco enfrente mío, cubierto con una fina capa de escarcha. La aparto con la mano. Siento cada esquirla de nieve abriéndose paso a través de la piel de mi mano, rápidas, sin compasión, como una bala perdida ansiosa por encontrar una vida donde concluir su recorrido. Termino de deslizarla por la superficie del banco y me siento. El frío acumulado en la madera golpea mi cuerpo, arropado por un simple abrigo. Dulce contacto con la realidad.
No entiendo a la gente que intenta evadirla, que huye despavorida a la mínima mención. No entiendo pues qué demonios hago con mi vida. En un intento suicida por evitar la realidad y poder vivir del ensueño, acabamos matándonos tropezando con la trampa que más nos protege de ella: la rutina. Cómo una palabra tan corta, un simple suspiro en la vida de un ser humano, puede ser tan dolora. Como puede siquiera llegar a mutilar a una persona hasta el punto de dejarla vacía por dentro. Convertir a una persona en un autómata ausente de sueños mientras nos sume en otro aparentemente fuera de riesgo. Siempre me han dicho que la realidad es dura y cruel, ¿pero no lo es más la rutina, que nos somete a su voluntad y nos sodomiza? 

Me creí lo que me contaron, y ahora, dentro de la rutina, me he perdido. Me siento hueco por dentro. Noto aun así un intenso dolor en el pecho debido al frío que emana mi corazón de hielo. El dolor cambia a la gente, la vuelve seca y ausente. Tan solo una sonrisa tímida y sincera es capaz de deshacer un corazón de hielo. Y qué triste es esta afirmación.

Yo aquí sentado, observando, o al menos intentando vislumbrar un cachito de realidad mientras la gente se lanza a la búsqueda de una cálida sonrisa o de un corazón por deshacer. Y ni siquiera sirvo para ésto. No sé estar sentado en un banco, organizando el resto de tareas y placeres artificiales que me quedan por hacer el día de hoy, y el de mañana, y el de todos los días siguientes hasta donde mi mente alcanza. Supongo que será porque pienso. 
Me martirizo cada día pensando en lo libre que sería  si despertara de este sueño artificial que nos protege de la realidad. ¿Qué puede ser esta gran fuerza que nos impide tomar las riendas de nuestras vidas? No consigo oponerme a ella. O tal vez ni lo intento.

Empieza a nevar y pequeños copos de nieve comienzan a caer libres de ataduras, completamente despreocupados hasta posarse suavemente en el suelo. ¿Qué sería capa de dar por sentir una experiencia tan simple y hermosa como el recorrido de uno de esos copos? Suena la alarma de mi reloj, indicándome que se ha terminado mi descanso y que tengo que volver al trabajo para seguir matándome a mi mismo. En el preciso momento en el que me dispongo a levantarme se me ocurre una disparatada pero interesante idea. ¿Qué ocurriría si no me muevo? Si por una vez en la vida no acato las reglas, ¿qué consecuencias traería? Mi cuerpo se paraliza. Una idea tan radical y espontánea me produce vértigo y confusión. Completamente decidido relajo el cuerpo y me tranquilizo. Dicen que las revoluciones personales son las más difíciles de todas, pero es el primer hacia una libertad interior. Vuelvo a mirar alrededor y me sorprendo al comprobar que mi mundo se reproduce a cámara lenta.

Lo noto. Siento a lo lejos una presencia que se aproxima por el mismo camino donde se encuentra mi banco. En todos los años que llevaba yendo allí jamás había pasado nadie, ¿cómo era posible que se acercara una persona? Tal vez fuera una consecuencia por haber desobedecido al reloj de mi muñeca, o puede que fuera simple casualidad, da igual. El caso es que se acerca, poco a poco, paso a paso. La figura difuminada por culpa de la nieve y la lejanía comienza a cobrar forma. Una chica joven aparece con paso firme, abrazándose a si misma para entrar en calor. Fijo la mirada en ella y pego un grito abogado. Se mueve con desenvoltura, ligera como una pluma  mecida por el viento. Lleva la capucha puesta y no logro alcanzar su rostro con la vista. Me siento extraño. Un ambiente diferente envuelve a esa chica, una sensación que jamás había experimentado la acompaña. ¿Algún tipo de dolor inconfesable? Lo ignoro. Está cerca, siento su calor. Pasa por delante mío y me mira. Puedo verle el rostro, cruzamos las miradas, nos miramos a los ojos, a lo más profundo de nuestro ser. El tiempo de golpe se detiene. No corre brisa, el aire se vuelve espeso y todo a mi alrededor se difumina. La chica sonríe.

Y ahí todo se rompe. Mi vida anterior, un desastre sin igual hasta el momento explota y se convierte en el caos más absoluto. Los cimientos de mi mente se tambalean y mi cuerpo se resquebraja. Y de golpe un latido. Un potente y sonoro latido hace acto de presencia en mi pecho. Noto el calor de mi corazón golpeándome con fuerza. Hacía tiempo que no sentía eso. 

El segundo con la chica toca a su fin y ella continua andando. El mundo a mi alrededor vuelve a su velocidad natural y todo se restaura, excepto una pequeña grieta. Algo dentro mío se ha roto, o tal vez haya nacido. Observo a mi alrededor y vuelvo a fijarme en los copos de nieve. Éstos, que momentos antes me habían parecido simples bolas blancas con una existencia efímera y sencilla me parecen algo completamente diferente. Cada copo de nieve tiene una vida y una historia que está ansiosa por ser contada antes de perecer al contacto con el suelo. La escarcha con la que al sentarme me había rasgado las manos toca una alegre melodía bajo mi peso y acaricia mi piel dibujándome sus experiencias. ¿Es esto lo que sucede cuando despiertas? ¿Cuando rompes las telarañas de un sueño tejido expresamente para embotar tu mente? Tal vez sea esto a lo que llaman realidad. Tal vez al pensar y conseguir desatarte sea uno capaz de crear su propia realidad a través de su mente. Y tal vez incluso la chica que ha pasado vea el mundo a través de su propia realidad. Tal vez sea ésto a lo que llaman vivir la vida. Y tan sólo tal vez, aquella chica me haya dado la oportunidad de rehacer la mía. Poco a poco se desvanece su aroma. Cierro los ojos. Escucho el lento palpitar de sus botas haciendo crujir la nieve mientras se aleja. El mismo crujir que emiten mis costillas al intentar retener un corazón que lucha incesante por seguir su estela, que ansía compartir su caótica existencia. Tal vez ella le haya recordado a este dolorido corazón que incluso en el desastre más absoluto hay lugar para volver a creer en el amor.


domingo, 4 de mayo de 2014

Me llaman.

Soy, si no recuerdo mal, un chico al que llaman Carlos o Litos. Sé que todos estáis pensando lo mismo, y os equivocáis. No, Litos de Carlitos no. Litos en este caso proviene de su significado en latín 'Piedra'. Es, casi con total seguridad,  el mote con la historia más absurda jamás vista. No se merece ni ser contada aquí.

Podéis conocerme cuando me llaman 'el negro'. Posiblemente tenga la tez mucho menos morena que la gente a la que ni siquiera se te pasa por la cabeza ponerle ese adjetivo. A pesar de ello, he vivido trece años en un pueblo, y como en casi todos, alguien tenía que ser el negro, ¿no?

También, cosa que no me gusta recordar, las personas más cercanas a mi me llaman Estuardo para picarme (os la tengo jurada, cabrones) Soy por suerte y por desgracia un español nacido al otro lado del Atlántico. Nací en Guatemala, dicha por muchos 'Guatepeor', un chiste fácil. No tuve jamás el placer de conocer a mis padres. La única información que conozco es que mi madre se llama(ba) Rosario y a parte de mi, tuvo otros ocho hijos. Así pues, hasta ahora tan solo un par de personas o tres sabían que me llamaba Carlos Estuardo Rivera Recinos.

Durante los seis años de primaria me llamaron de muchas formas distintas, pero los dos nombres a destacar son 'Ensaimadero' y 'Carlotanga'. No recuerdo ni quién ni por qué de aquellos motes, lo que sí recuerdo es que muchas veces iban acompañados de palizas a la hora del recreo. Son recuerdos del pasado, con lo cual por muy disparatado que suene, los guardo con cariño y como influyente directo del cúmulo de hechos que me han formado a través de mi corta pero pintoresca vida.

A lo largo del tiempo me han llamado hermano, amigo, hijo, cariño, bicho, gilipollas, retrasado, pesado y un sinfín de nombres más. A casi todo el mundo nos han llamado alguna vez así, pero he de destacar que alguien me llamó una vez ovnisexual. Sigo sin saber -o sin querer saber- qué significa.

He experimentado lo que es enamorar, enamorarse, cagarla y perder. Conozco la espera, la distancia y la pasión del reencuentro. Sé lo que es confiar plenamente en alguien y guardar secretos que debo llevarme a la tumba. He ayudado y apoyado a la persona que amaba, pero también he roto el vaso y no he podido repararlo. He vivido la ilusión de preparar sorpresas y dibujar sonrisas en su rostro. He hecho de tonto, de héroe, de payaso y de poeta, y he conseguido reír con el alma acompañado por ella. También he cumplido y he roto promesas. En definitiva, sé lo que es amar y ser amado, y equívocamente me han llamado amor.

Conozco el sufrimiento en primera persona, la impotencia de no poder volver a ayudar, dormir sobre una conciencia atormentada. He causado mucho daño y me han destrozado por dentro. Sé lo que es tocar fondo y no tener ni querer tener fuerza para sobrellevar ningún ámbito de la vida. El dolor cambia a la gente. Yo cambié. Me vi obligado a mentir de forma reiterativa a mucha gente, pero sobre todo a mi. Conté tantas barbaridades que llegué a ser víctima de mi propio engaño. He llegado a alargar mi sufrimiento y a imaginar que me herían por el mero hecho de no enfrentarme a la verdad. Como consecuencia, también me han llamado mentiroso.

En este mismo instante, no sabría decir como me llama la mayoría. Mis mejores amigos emplean constantemente la frase "Litos, me cargas" de lo que deduzco que podrían llamarme pesado. Sé que lo dicen con cariño. La chica que ha compartido conmigo la idea de abrir un blog tiene la manía de llamarme gay. Sé que muchos guapos en los que se fija o le gustan son o acaban siéndolo y no querrá que yo sea la excepción que confirma la regla. También me llama mal padre. Espero no serlo nunca si algún día llega el momento.

Sé lo que valgo e independientemente de que sea mucho o poco, quiero ser feliz. Tengo metas y deseos que cumplir, así que podríais llamarme soñador.

Actualmente me gusta llamarme a mi mismo poeta desdichado. Siento mi desgracia como un niño ingenuo que no sabe que se acerca el lobo. Pero la siento e intento expresarla.

En última estancia deciros que podéis llamarme como queráis, pero tened en cuenta que soy, ante todo, todo lo que he escrito y me falta por escribir.