Hoy he concluido un viaje irrepetible, y a pesar de la experiencia noto el sabor de haberlo hecho tremendamente solo. Recuerdo haber viajado desde que tengo uso de razón, siendo capaz de llevarme algo nuevo de cada sitio, ampliando mis conocimientos sobre el mundo y sus culturas. Viajar es conocer lo que uno vagamente es capaz de imaginar, andar por lugares grabando paso a paso todo lo que pueden percibir nuestros sentidos.
He estado todos estos días forzándome a ver monumentos que se alzan majestuosos ante las impotentes miradas de los turistas. A deleitarme con esculturas y pinturas que escapan a toda razón de ser. He caminado kilómetros y kilómetros para encontrar rincones desconocidos y tranquilos donde poder alejarme del estrés. He creído ciegamente en la posibilidad de poder ver paisajes dignos de quitarle el aliento a cualquier persona, haciendo que uno se quede embobado ante las vistas. He intentado impregnarme del entorno, de las maravillas que estaban a mi alcance y aprender del legado de un pasado que aún perdura en el presente. Y a pesar de todo el esfuerzo he olvidado lo más importante: viajar es descubrirse a uno mismo haciendo todo aquello que le gusta.
Llevo mucho tiempo perdido, y jugando al pilla pilla por el fascinante laberinto que forman las calles de Venecia me he topado con la primera pista para reencontrarme. Con la última caricia del sol he recordado que no quiero ser una luz en decadencia.
Todavía tengo mucho camino por delante, no pienso apagarme.


